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por Héctor Schmucler
por Héctor Schmucler
¿De qué depende, entonces, el estado de mi alma?
¿De dónde provienen estos sentimientos confusos,
tumultuosos, a través de los cuales
ya no me reconozco?
Maine de Biran (1794)
Mientras, triunfal, la comunicación ha ido logrando imponer su nombre a casi todo lo que el ser humano conoce y realiza en el mundo, resulta cada vez más difícil señalar un lugar preciso que dé cuenta de sus límites conceptuales. ¿De qué hablamos cuando aludimos a la comunicación? En su expansión semántica, el término parece nombrar cualquier forma de existencia material o espiritual, abstracta o concreta, sintética o natural. Es evidente el riesgo: puede cesar su función significativa. Si logra mentar todo, será inútil decir de algo que es un hecho de comunicación: diferenciar es condición de cualquier conocimiento.
Reducido al campo de la comunicación masiva, en el que se reconoce el conjunto de medios impresos, sonoros y audiovisuales utilizados para la difusión colectiva de cualquier tipo de mensaje, el concepto no adquiere más precisión: es notoria la inhabilidad e inespecificidad de las teorías que intentan acercarse a la significación de los medios.
Sin mayores argumentos teóricos que den cuenta de la supresión, se ha ido borrando la marca “masivo”. Un genérico “medios de comunicación”, que a veces agrega el redundante (y en ocasiones presuntuoso) calificativo de “social”, diluye cualquier compromiso interpretativo. Lo masivo, al margen de los valores que se le otorgue, establece una precisión sobre la manera de interpelar a un número plural de personas. El asunto no es menor cuando la comunicación mediática expande incesantemente su presencia y, a la vez, crece la incertidumbre sobre los
criterios para establecer en qué sentidos esa presencia influye en la conformación de la vida de los seres humanos. En lo que sigue procuro destacar algunas perplejidades -¿incomodidades del alma?- derivadas de observar cómo se han orientado muchas de las reflexiones sobre comunicación, las tangibles dificultades que surgen de un lenguaje que se erosiona en su capacidad de nombrar, las trampas que el discurso dominante ha sembrado y la facilidad (¿complacencia?) con que cayeron en ella antiguos expertos en detectar esas trampas. El rápido hundimiento de referencias axiológicas y éticas -sin las cuales pensar la comunicación es una aporía- participa de un movimiento en el que las ideologías fueron vueltas irrisorias.
Para estudiar los medios, se dijo, es preciso salir de su inmanencia y colocarlos en la ancha perspectiva de la cultura. La hipótesis no sólo era atractiva sino que era defendible por muchas razones. Aunque no tan novedosa como lo pretendieron algunos de sus más destacados defensores, permitió superar simplismos anteriores que establecían relaciones causales inmediatas de difícil comprobación. Este enfoque “desde la cultura” mostró, sobre todo, la contradictoria realidad socio-psicológica sobre la que se articuló la existencia de los medios y la diversidad de problemas que su presencia generaba. Dicho como aforismo se empezó a repetir que la relación medios-sociedad-cultura era compleja. Complejidad se volvió un término descriptivo opuesto a pretensiones explicativas universales, ingenuamente causales, vinculadas a matrices históricas, sociales o económicas. La luz aportada por esta forma de iluminar el problema de lo mediático, pronto reconoció sombras casi impenetrables. Cuando a todo se le asignó el rasgo de complejidad (y una generosa bibliografía dio cuenta de esta mirada) el concepto debilitó su capacidad heurística. El relativismo culturalista trastabilló más de una vez arrastrado por la insustancialidad en la que se fueron deslizando los “estudios culturales” con los que se reconoce emparentado. Los notables y tal vez definitivos aportes de la escuela nacida en Birmingham, sólidamente arraigados en una tradición marxista y que reinvindicaban su actitud crítica frente a la sociedad capitalista, se reprodujeron en versiones desleídas. El suave ritmo de lo “políticamente correcto” acompasó la aceptación del mercado como clave interpretativa, no siempre explícita, de nuevos razonamientos. Los oídos dejaron de tolerar las estridencias de la crítica.
Una especie de oportunismo teórico se expandió por América Latina, región donde fuertes experiencias políticas habían marcado la orientación de estudios y prácticas de comunicación. Oleadas terminológicas, impuestas por modas bibliográficas, podrían reconocerse en las sucesivas etapas que marcaron tendencias dominantes en los círculos académicos. Tal vez nos encontremos en un momento oportuno para reflexionar, con todo el riesgo que esto significa, sobre cuánto hay de específicamente latinoamericano en las aproximaciones conceptuales que se consagraron como propias de la Región en el saber sobre comunicación y cultura. Las ideas, entre nosotros, han sido casi siempre ideas recibidas. Nuestra condición europea sólo ha sido modificada recientemente por la norteamericanización que, en forma de globalización, se ha extendido por el mundo. Para quedarnos en la zona acotada de la comunicación y la cultura, si se lee con cuidado, la mayor parte de los trabajos de autores latinoamericanos son espacio de diálogos entre pensadores extranjeros. Y el hecho, así expresado, nada tiene de humillante.
Desconocerlo nos impide reconocer los rasgos originales que se insinúan en los casos más destacados. Una originalidad asentada sobre la especificidad histórica de nuestros países y en las particulares condiciones en que se produce la reflexión. El gesto de reconocimiento, que impone modestia y apunta a evitar mistificaciones, nos habilita también a participar con pleno derecho en la discusión de las ideas y no sólo en la aplicación de las mismas.
Las teorías de la recepción, en su momento de expansión, constituyen un buen ejemplo de lo que venimos diciendo: por mimetismo al discurso ocasionalmente consagrado (o por desconocimiento) algunos estudiosos se vieron imposibilitados de reconocer un pensamiento con larga historia intelectual y con particular raigambre en América Latina. A su vez, permitió reforzar ciertas tendencias de un “populismo” aristocrático que suele ofrecerse con el rostro de compungido antiintelectualismo. El argumento de que los sectores populares se autonomizan en la recepción de los mensajes mediáticos y los utilizan según sus propias pautas, al margen de la intencionalidad de los emisores, tiende a reubicar la importancia que algunos asignan al sistema de la industria de la cultura. La postulación de que los receptores “usan” los medios, llevó a invertir el interrogante clásico sobre los efectos. No eran los medios los que actuaban sino los receptores: “¿Qué hace la gente con los medios?” se constituyó en la pregunta ordenadora de centenares de estudios y especulaciones. Soberanía del receptor paralela a la que el mercado ofrecía para sus nuevos mecanismos de expansión: “Todo el poder al cliente” es el título paródico de un clásico en los estudios de marketing. No hay engaño en la afirmación sino inversión del orden de las cosas.
Para que el receptor haga algo con el producto de los medios, antes se había estatuido como receptor por la acción de los medios. El razonamiento puede resultar simple, tanto como aceptar que no hay un cliente previo a la relación mercantil. Pero en la obturación de situaciones tan evidentes se instala cualquier proceso ideológico. Si pudiera establecerse una relación lógica, deberíamos reconocer que el receptor es producto de los medios, como el cliente lo es del sistema mercantil. Lo que puede cuestionarse es esa realidad, lo que es, y no lo que no es. La cosificación del mundo, que el capitalismo lleva a sus límites, pasa por esta confusión y por la aceptación de lo construido como si fuera dado naturalmente.
Lejos de la vieja tradición populista, inspirada en la vigorosa idea de que el pueblo es el depositario exclusivo de valores positivos, específicos y permanentes, se podría describir un nuevo populismo que, al postular la existencia de una horizontalidad interpretativa, diluye las relaciones de poder. Los nuevos populistas constituyen, en realidad, la capa de “intelectuales orgánicos” del sistema hegemónico. La remembranza gramsciana no es antojadiza. El mercado ha dejado de ser sólo un engranaje necesario para el funcionamiento de un modo de producción, para transformarse en principio metafísico que otorga fundamento a todo el orden existente. La mano invisible de Adam Smith, desde su lugar de trascendencia, ejerce su poder armonizante en una magnitud jamás sospechada por el pensador economista: todo, incluso las conductas de los hombres, puede concebirse como mercancía. Nada indicaría mejor la fuerza hegemónica del capitalismo que el hecho proclamado por el título del libro antes mencionado: todo el poder está en los clientes. “Cliente” es una categoría más sólida que propietario en el andamiaje mercantil contemporáneo. En la mitología marxista el momento de la consigna: “Todo el poder a los soviets”, pretendía ser el acto inaugural de la negación de un mundo; el receptor mediático, imaginado hacedor de aquello que lo ha hecho, consagra el mito de la ficcionalización: creer que la realidad es ficción y, por lo tanto, imaginar que la realidad es otra cosa.
Hacia la mitad del siglo XX, la Teoría General de Sistemas, la Teoría de la Información y la Cibernética –que ponían en la superficie largas investigaciones previas- consagraron un pensamiento que presidiría en adelante casi toda indagación en las llamadas ciencias naturales y sociales. Desde allí la información pasó a ser clave explicativa de cualquier forma de existencia, incluido el pensamiento humano. El orden sistémico se materializó en la informática y ya nada dejó de tener su huella. En la misma época en que Claude Shannon escribía su Cibernética en Estados Unidos, dos exiliados escribían, también allí, Dialéctica del Iluminismo. Es probable que Shannon y los alemanes Theodor Adorno y Max Horkheimer no supieran que sus ideas serían paradigmáticas en el mundo contemporáneo: la cibernética está en el centro de su construcción; el pensamiento proveniente de la “Escuela de Frankfurt”, en el de su crítica. La “industria cultural” acompañó el empobrecimiento humano de nuestro siglo. El manejo de la información, la capacidad de una máquina de utilizar los resultados de su propio funcionamiento a modo de información para regularse a sí misma, se constituyó en marco teórico de infinidad de proyectos y en realidad cotidiana a la que, de hecho, ya no escapa ningún habitante del planeta. Los hombres y las máquinas comenzaron a ser entendidas de la misma manera. Las cosas fueron más allá de lo que Wiener sospechara: “Mi tesis –había escrito- es que el funcionamiento físico del individuo viviente y el manejo de algunas de las nuevas máquinas de comunicación son exactamente paralelos por sus intentos análogos de controlar la entropía por medio del feedback”. Si el autor de The Human Use of Human Beings quería limitar su comparación al “funcionamiento físico”, nada impidió que la totalidad del habitar humano sobre la tierra fuera entendido a la manera de un intercambio de información. Información y comunicación intercambiaron significantes y se agruparon en una confusa amalgama. La comunicación considerada en sí misma como información, es un punto de inflexión en las vertientes sistémicas desarrolladas sin pausa por Niklas Luhmann: “Cada comunicación debe comunicar, al mismo tiempo, que ella misma es una comunicación y debe hacer énfasis en quién ha comunicado y qué ha comunicado, para que la comunicación que se empalme pueda ser determinada y pueda continuar la autopoiesis” (Introducción a la teoría de sistemas). El sistema prescinde de significaciones que escapen a él mismo. El ser humano, entendido como sistema, reniega, al menos, de ciertos valores que hasta ahora se consideraron inabarcables por los modelos informáticos. La experiencia biográfica de Luhmann (en 1945, a los 17 años, era soldado del derrotado ejército alemán) tal vez haya influido en la percepción de las cosas y en su explícita voluntad de no mezclar abstracciones éticas con el rigor científico: “Antes de que terminara la guerra –relata- se veía con esperanza que en cuanto se suprimiera el aparato coercitivo de los nacional socialistas todo volvería por sí mismo al orden.
Pero lo primero que viví como prisionero de los americanos fue que me arrancaron el reloj y me golpearon. No había acontecido, entonces, lo que yo me imaginaba. Con esto ya se podía comprender rápidamente que la comparación de los regímenes políticos no podía hacerse según el esquema bueno/malo, sino que cada figura de los modelos políticos debería comprenderse desde la limitación de su realidad”.
Otro es el punto de vista que no sólo tiene en cuenta los abstractos y exigentes principios éticos, sino que los convierte en el núcleo de cualquier elaboración teórica. En comunicación se trata de la presencia obligante del otro. Si, en la tradición fenomenológica, el “ser en el mundo” traza el rasgo sustantivo de la existencia humana, Hannah Arendt insistirá en que el mundo humano es también, siempre, ser-en-conjunto. Invención de la acción emprendida por más de uno. La comunicación humana podría entenderse como parte de este reconocimiento. El mundo, para los seres humanos, es un hacer el mundo en cuanto seres humanos. Dicho de otra manera, para el hombre el mundo no es un dado y la política es la capacidad imaginativa –propia del hombre- por la cual participa, condicionadamente, en la construcción de su mundo. No puede escapar a la condición de pertenecer a la Tierra, ni destruir parámetros que lo identifican en el mundo -el cuerpo, la reproducción, la temporalidad, el sexo- sin extrañarse de ese mundo que, sin embargo, sin él sería un no-mundo. ¿Cómo imaginar un no-mundo cuando el mundo es condición de existir del ser humano?
Desde la industria cultural o desde el puro sistema, la comunicación se aleja de cualquier raíz antropológica. La comunicación no sólo ofrece el mundo como espectáculo: se ofrece a ella misma como mundo y espectáculo. Tautología repetida que se confunde con la técnica: el manejo de la información se vuelve la más preciada información. Información de la información en capas sucesivas que se recubren. La comunicación proclama que la novedad es el sustento de
cualquier información valiosa y se enuncia a sí misma como la novedad por antonomasia, como lo permanentemente nuevo. Es inencontrable algo que con más orgullo ostente su segura obsolescencia. En el escenario que monta, la comunicación adquiere la forma del planeta entero y la escena somos todos. Es el futuro que se anticipa fragmentariamente y nos coloca en la espera de observarnos cómo somos en ese futuro. El borramiento del presente electriza. El marasmo incluye a algunos estudiosos que creen hablar de comunicación y se limitan a enumerar tecnologías, sus promesas y, a veces, sus amenazas.
Despreocupados de indagar en una historia que intente comprender cómo se ha llegado al lugar en que estamos, el cuadro tecnológico emerge, en esas voces, sin genealogía. Está allí, necesariamente. Como si otra posibilidad fuera inconcebible. La “sociedad de la información”, para algunos intelectualescomentaristas, acontece con todo el sentido de imprevisibilidad y de exterioridad que caracteriza al acontecimiento. Existe, como existe el cielo y la tierra, y lo
mejor que nos puede ocurrir es instruirnos sobre qué podemos hacer con ella.
mejor que nos puede ocurrir es instruirnos sobre qué podemos hacer con ella.
Hay un manual de uso, que debemos aprender, habilitante para entrar a los nuevos tiempos tecnológicos. La confusión entre saber y mera acumulación de datos penetra hasta los intersticios del espacio universitario. Circulan libros cuya “seriedad” consiste en doblegar al lector con anuncios tecnológicos abismales.
Sólo ayudan a la mistificación. El lenguaje de la información técnica se contagia del permanente tono anticipatorio que se ha impuesto entre los investigadores, sujetos también al marketing de su propio prestigio. La técnica aparece predictiva, autovalorativa.
Cada paso confirma la verdad que la alimenta: destaca que cualquier logro será superado por otro. Este es su ejercicio de validación. Ratifica la continuidad de su pasado en el momento en que lo niega y que anuncia la irremediable negación de sus logros presentes en algún tiempo robable. Nada, antes de la técnica moderna, había anunciado un desvanecerse tan precipitado. Hace 150 años, en el Manifiesto del Partido Comunista, Carlos Marx y Federico Engels verificaron que en el capitalismo “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Describían el orden burgués: ya nada podía permanecer y en ese prometedor deshacerse la burguesía lograba el triunfo de la historia. Ponía en movimiento la libertad humana que podría expandirse sin las ataduras de un orden “eterno”. En la culminación del proceso, Marx y Engels veían jugarse la suerte de la propia burguesía que se desvanecería para eliminar el último obstáculo colocado a los hombres en la realización total de su autonomía. No es otro el destino adjudicado a la ciencia y a la técnica, que también entusiasmaba a los socialistas. El capitalismo, contra las previsiones de Marx y Engels, se pavonea en toda la Tierra. Pero todo lo que toca se diluye, de manera cada vez más acelerada. Como Cronos, devora incluso a sus hijos. Su tiempo –como Cronos- se sostiene en un fagocitar insaciable. Tampoco puede dejar de engullir y por eso produce cada vez más. El gemido de las víctimas queda sofocado por el estrépito de la destrucción. Hay algo patético e irrenunciable en este desaparecer incesante. Como los agujeros negros (reales o imaginados) ejercen una atracción imparable.
El discurso sobre la novedad tecnológica reemplaza al pensar severo. La comunicación, en el momento en que todo lo impregna, es decir, cuando más importancia adquiere, apenas si estimula aproximaciones que tratan de entenderla desde lugares excéntricos. La posibilidad de estudiar la comunicación (que nada tiene que ver con el “know-how”) requiere distanciarse, no
simplemente duplicarla. Corresponde más al campo de la ontología que al de la técnica, porque tampoco desde la técnica se puede reflexionar sobre ella. ¿Qué puede seguirse después de ciertas informaciones proporcionadas por la prensa?
simplemente duplicarla. Corresponde más al campo de la ontología que al de la técnica, porque tampoco desde la técnica se puede reflexionar sobre ella. ¿Qué puede seguirse después de ciertas informaciones proporcionadas por la prensa?
Según el diario Le Monde (24/09/99), la potencia que poseía un chip que en 1987 contenía 100.000 transistores y realizaba 20 millones de operaciones por segundo, en el año 2007 (veinte años después) requerirá un artefacto 10.000 veces más pequeño, o sea, una superficie de un décimo de milímetro cuadrado.
La información tecnológica, que construye en buena medida el imaginario contemporáneo, tiene fuerza performativa. La realidad se detiene y aunque falten ocho años para llegar al dispositivo anunciado, resulta difícil no percibirlo como presente. Tan difícil como imaginar 100.000 elementos incorporados en una décima de milímetro cuadrado. En el Massachusetts Institute of Technology de Nueva York se desarrolla un proyecto llamado “Oxígeno”, que absorberá muchos
millones de dólares en los próximos cinco años y cuyo objetivo, según la revista Scientific American (agosto 1999) es “volver la informática tan accesible como el aire que respiramos”. La comparación ilustra lo que ya es un pensamiento ampliamente difundido: los seres humanos habitamos en la tecnología. La opción, decíamos más arriba, es de orden ontológico. El director del programa de informática del MIT, seguramente se instalaba en ese espacio cuando, al presentar el proyecto “Oxígeno”, escribe: “Las tres primeras revoluciones socioeconómicas estuvieron fundadas en objetos: el arado para la agricultura, el motor para la industria y la computadora para la información. Tal vez haya llegado el momento para una cuarta revolución, dirigida ya no hacia objetos sino hacia la comprensión del más precioso recurso existente en la tierra: nosotros mismos”. Estamos en el límite en el cual el pensar la comunicación como puramente instrumental puede resultar suicida si se acepta la hipótesis de que el ser humano es algo semejante a una máquina. Si, por el contrario, se acepta la posibilidad de ser algo más, es otro saber sobre la comunicación posible. Hay que reconocer que una hipótesis en este segundo sentido, no es fácilmente demostrable y que vivimos una época en que todo parece converger a afirmar la contraria. ¿Cómo escapar a la idea de “hombre-máquina” sin incorporar alguna intuición sobre algo trascendente que le ofrezca algún sentido? Pero, ¿porqué pensarlo? ¿Porqué nos resulta insatisfactorio considerar que esos momentos conformadores de lo humano, como el amor, la certidumbre de la muerte o el reconocimiento del otro, actos esenciales de comunicación, puedan ser descriptos como un intercambio de información?
millones de dólares en los próximos cinco años y cuyo objetivo, según la revista Scientific American (agosto 1999) es “volver la informática tan accesible como el aire que respiramos”. La comparación ilustra lo que ya es un pensamiento ampliamente difundido: los seres humanos habitamos en la tecnología. La opción, decíamos más arriba, es de orden ontológico. El director del programa de informática del MIT, seguramente se instalaba en ese espacio cuando, al presentar el proyecto “Oxígeno”, escribe: “Las tres primeras revoluciones socioeconómicas estuvieron fundadas en objetos: el arado para la agricultura, el motor para la industria y la computadora para la información. Tal vez haya llegado el momento para una cuarta revolución, dirigida ya no hacia objetos sino hacia la comprensión del más precioso recurso existente en la tierra: nosotros mismos”. Estamos en el límite en el cual el pensar la comunicación como puramente instrumental puede resultar suicida si se acepta la hipótesis de que el ser humano es algo semejante a una máquina. Si, por el contrario, se acepta la posibilidad de ser algo más, es otro saber sobre la comunicación posible. Hay que reconocer que una hipótesis en este segundo sentido, no es fácilmente demostrable y que vivimos una época en que todo parece converger a afirmar la contraria. ¿Cómo escapar a la idea de “hombre-máquina” sin incorporar alguna intuición sobre algo trascendente que le ofrezca algún sentido? Pero, ¿porqué pensarlo? ¿Porqué nos resulta insatisfactorio considerar que esos momentos conformadores de lo humano, como el amor, la certidumbre de la muerte o el reconocimiento del otro, actos esenciales de comunicación, puedan ser descriptos como un intercambio de información?
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