Si los pueblos de América Latina pudiéramos hacer confluir los aportes de una ciencia que no aspire a conceptualizar “la” verdad objetiva que en realidad no existe y se asumiera como contingente y capaz de brindar (auto)conocimiento verdadero, incertidumbre y libertad junto con un arte que lejos de acabar en la forma estética, la transforme en su contenido, podríamos probablemente convertirnos de modo germinal, activo, democrático y dialógico en un pueblo latinoamericano dueño de su singularidad, enriquecido en su pluralidad, capaz de ocupar un lugar en el mundo a través del logro de recuperar la propia dignidad, de acabar con el hambre, el dolor evitable, la desocupación, la desesperación, la falta de salud, la falta de memoria colectiva, el analfabetismo, la indefensión, la violencia... la injusticia.
“A esa máquina de producción de subjetividad opondría la idea de que es posible desarrollar modos de subjetivación singulares, aquello que podríamos llamar “procesos de singularización”: una manera de rechazar todos esos modos de codificación preestablecidos, todos esos modos de manipulación y de control a distancia, rechazarlos para construir modos de sensibilidad, modos de relación con el otro, modos de producción, modos de creatividad que produzcan una subjetividad singular. Una singularización existencial que coincida con un deseo, con un gusto por vivir, con una voluntad de construir el mundo en el cual nos encontramos, con la instauración de dispositivos para cambiar los tipos de sociedad, los tipos de valores que no son nuestros”[3]
La singularidad, no obstante, no será bien recibida por el sistema de producción de subjetividad capitalística si no se ajusta a sus capacidades de deglución y tergiversación. Sirve al poder la masificación de la iconografía del Che Guevara si está vacía de sentido, si los jóvenes que portan su cara en una remera la eligieron por el color o por la moda y no por el conocimiento y mucho menos la apropiación de lo que puede significar. Sirve si con ella se puede hacer una película de Disney.
La singularidad tiene sus costos y sus riesgos.
“La culpabilización es una funcion de la subjetividad capitalística. La raíz de las tecnologías capitalísticas de culpabilización consiste en proponer siempre una imagen de referencia a partir de la cual se plantean cuestiones tales como: “¿Quién es usted?” “¿Se atreve a tener opinión, en nombre de qué habla?” “¿Qué vale usted en la escala de valores reconocidos en la sociedad?” “¿A qué corresponde su decir?” “¿Qué etiqueta podría clasificarlo?” Y estamos obligados a asumir la singularidad de nuestra propia posición con el máximo de consistencia. Con todo hacerlo solos es frecuentemente imposible pues una posición implica siempre un agenciamiento colectivo. Sin embargo, a la menor vacilación ante esa exigencia de referencia, se acaba cayendo automáticamente en una suerte de agujero, que hace que nos preguntemos: “al fin de cuentas ¿Quién soy yo? ¿Será que soy una mierda?”[4]
Se le exigía a Eduardo Galeano, no desde la derecha recalcitrante enquistada en las clases dominantes, sino desde la academia, desde ciertas universidades y saberes “progresistas”, que explique a qué género pertenecían los textos de Memoria del fuego, o Las venas abiertas de América Latina.
El sistema inspira compulsiones a la clasificación de las creaciones de la singularidad, para poder asirlas, cooptarlas y vaciarlas de sentido. Para esto no se encarna solamente en los tradicionales y esperables agentes y beneficiarios del poder, sino en toda subjetividad ingenua o no, que sea arrastrada por el alud de sus políticas de subjetivación.
El cientista social deberá ser aséptico, objetivo, apartidario y obviamente apolítico. Inodoro, incoloro y sobre todo insípido para que no le guste a nadie. Una ciencia que pueda así “limpiar” las sucias intenciones de quienes pretenden “disfrazar de científica” su intencionalidad ideológica. Cuanto más insípida sea la ciencia, más personas huirán de ella.
Paulo Freire, el incansable pedagogo brasileño que recorrió toda América Latina sembrando sus pedagogías del oprimido y de la esperanza, insistía en argumentar el carácter político de la educación.“Tanto en el caso del proceso educativo como en el del acto político, una de las cuestiones fundamentales es la claridad en relación a saber de quién y de qué, y por tanto contra quién y contra qué, hacemos educación y a favor de quién y de qué, y por tanto contra quién y contra qué, desarrollamos la actividad política. Cuanto más asumimos esta claridad a través de la práctica, más percibimos la imposibilidad de separar lo que es inseparable: la educación de la política. Entonces entendemos con facilidad que no es posible ni tan sólo pensar la educación sin estar atentos a la cuestión del poder.”[5]
María Fernanda Ruiz. Hacer memoria. Buenos Aires, 2006. Cap. 6. "La simultaneidad dictatorial en América latina." (fragmento)
[1] Agnes Heller. “De la hermenéutica en las ciencias sociales a la hermenéutica de las ciencias sociales” en Políticas de la posmodernidad de Heller, A. y Feher, F. Editorial Península. Barcelona. 1989
[2] Alicia Entel. Acerca de la felicidad. Un análisis de tres escritos de Herbert Marcuse. Prometeo Libros. Bs. As. 2004
[3] Véase Felix Guattari, Suely Rolnik. Micropolítica. Cartografías del deseo. Ed. Tinta Limón. Buenos Aires. Argentina. 2005 P. 25
[4] Ídem. P 58
[5] Paulo Freire. Pedagogía del oprimido. Ed. Siglo XXI. Buenos Aires, 2005
sábado, 6 de septiembre de 2008
Artes, ciencias y educación: diálogos imprescindibles
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